Ahora que ha pasado un mes desde el Año Nuevo chino me gustaría hacer algunas reflexiones al respecto. Pese a que llevo varios años en China, durante las fechas de Año Nuevo chino siempre había viajado fuera del país, por lo que todavía no había podido vivir en primera persona la experiencia hasta este año.
El día 30 de enero terminaba el año de la serpiente para dar paso al año del caballo. En mi caso, volví a Guangzhou, la primera ciudad de China en la que viví, para celebrarlo con una familia cantonesa. Estaba muy ilusionado con vivir la «nochevieja» del Año Nuevo chino y ver cómo se celebraba. La cena fue en un restaurante cantonés, con mucha comida, como era de esperar, pero tampoco vi demasiada diferencia con otras cenas a las que había asistido con las mismas personas.
Después de la cena fuimos a pasear por una larga avenida en el casco antiguo de Guangzhou. La calle estaba a rebosar, habían cortado el tráfico y hordas de chinos ataviados con todo tipo de objetos luminosos (cuernos de diablo, espadas de luz, sombreros…) intentaban avanzar torpemente entre la multitud.
La espina dorsal de la avenida se había convertido en un improvisado mercadillo con cientos de puestos en los que se vendían todo tipo de cosas. Los chinos compraban pequeños árboles de naranjas (que simbolizan el dinero por su color parecido al oro), una especie de esculturas hechas con limones (que digo yo que también simbolizarían el dinero), dulces típicos y juguetes para niños. Por encima de nuestras cabezas colgaban hileras de farolillos rojos encendidos. Se vivía un ambiente bastante parecido al de las calles españolas durante la Navidad.
Los minutos avanzaban y cada vez se acercaba más la medianoche y, con ella, la llegada del año del caballo. Yo estaba impaciente por ver qué iba a ocurrir, ya que no esperaba que la gente se sacase doce uvas de la manga y de algún campanario apareciese un Ramón García cantonés con su Anne Igartiburu a juego para empezar la cuenta atrás.
5, 4, 3, 2, 1 y… nada. La gente seguía caminando como si no hubiese ocurrido nada. Ninguna voz se alzaba sobre otra, no se escuchaban petardos, ni música, lo mismo de antes. La gente seguía caminando. Ahí es cuando me di cuenta de mi error: intentar entender el Año Nuevo chino con la mentalidad de nuestra Nochevieja. No se trata de un punto exacto en el que acaba un año y empieza otro, sino que son unos días indivisibles de celebración.
Durante estas fechas, la gente va a visitar a sus familiares y cada día se celebra una comida o cena en casa de un familiar distinto. Los mayores regalan los «hongbao» (sobres rojos con dinero) a los que todavía no están casados. Se tiran petardos en las puertas de casas y negocios para alejar a los malos espíritus (esto en Guangzhou no se hace, ya que los petardos están prohibidos por motivos de seguridad). Y otras tantas celebraciones distintas. Como siempre en China, mi mente occidental me había jugado una mala pasada al intentar entender a los chinos dentro de un marco de pensamiento occidental.
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