Tras amanecer en Bayan Lepas, comenzaba mi segunda jornada en Penang. El objetivo del día era tomar un bus al norte de la isla, donde se encuentra el Parque Nacional de Penang, una inmensa reserva natural llena de senderos que acaban en playas llenas de… ¡monos! Como amante de los macacos que soy, no podía perderme algo así.
Cuando estaba preparado para iniciar mi ruta, la tía y la madre de Ron -la cual me saludó con un castizo «¡Olé!»- aparecieron en escena e insistieron en llevarme en coche hasta allí. Aunque intenté negarme para evitarles molestias, acabé accediendo ante su insistencia.
El camino fue largo, de más de una hora, y conforme nos acercábamos a la reserva, la carretera se volvía cada vez más tortuosa y la vegetación se parecía cada vez más a la de una selva. Durante el trayecto pude ver algún simio sentado en el guardarraíles de la carretera. La cosa prometía.
Al llegar a la entrada, me registré de manera gratuita en la caseta de los guardas y me dieron un mapa de las distintas rutas del parque. Mi destino era la playa de Pantai Kerachut, a la cual se llegaba tras caminar una ruta de hora y veinte minutos.
Caminante, sí hay camino
Una vez registrado, me encontraba solo ante el camino, con mi camiseta swagger de tirantes con estampado de flamencos elegida especialmente para la previsiblemente sudorosa jornada.
Poco antes del primer cruce de caminos, mientras disfrutaba de las agradables vistas del mar, un chino malasio de unos 30 años apareció de la nada y me metió una buena h*stia en el hombro para saludarme. Supongo que son sus costumbres y hay que respetarlas.
Tuvimos una rápida conversación sobre qué demonios estaba haciendo yo allí y me invitó a unirme a él después de mi ruta, cosa que no pude hacer por falta de tiempo y miedo a ser golpeado de nuevo.
La caminata fue larga, húmeda y embarrada. El calor no ayudaba demasiado, aunque la frondosa vegetación de la selva cubría casi por completo el cielo, salvándome de los rayos directos del sol.
El camino transcurrió entre un paso y otro paso, barro, subir, bajar, más barro, agarrarme a algún árbol para las bajadas más empinadas, cruzarme con pequeños lagartos, beber agua, sudar y seguir caminando.
No conté el tiempo, pero seguramente después de una hora y pico llegué a un puente colgante sobre el que descansaba un cartel que rezaba «Pantai Kerachut». Había llegado a mi destino.
Cruzando el puente quedaba a mi derecha una playa preciosa y desierta. Lo único que me quedaba por hacer era encontrar a esos malditos monos.
Tortugas, macacos e indonesios que viajan con gatos persas
Debido al cansancio tras mi periplo por la selva, decidí hacer un alto en el camino para tumbarme en la playa y descansar un rato mientras mi piel iba quemándose a fuego lento bajo el incesante sol malasio.
Cuando mi cuerpo ya estaba recuperado, procedí a explorar los alrededores de la playa.
Al llegar a la mitad de ésta, encontré una señal que advertía del peligro de dar de comer a los monos. Así que dediqué un rato a mirar a lo alto de los árboles intentando buscar algún astuto simio. El fracaso fue absoluto, así que continué caminando hacia el final de la playa, no sin antes hacerme un selfie con el cartel. La vanidad primero, siempre.
Al llegar a la otra punta, descubrí que me encontraba en una zona de desove de tortugas. Sobre la arena se levantaba una pequeña cabaña de madera rotulada como centro de investigación de tortugas. Dentro de la cabaña había varias piscinas con tortugas, tanto crías como adultas.
Durante mi visita en soledad, llegó a la playa una barca motora con un grupo de turistas indonesios algo ruidosos y que no me saludaron al verme –no debían de ser seguidores del blog-. La matriarca del grupo llevaba un gato persa en las manos, cosa que me pareció bastante hilarante. Ante las indicaciones de no tocar a las tortugas ellos hicieron caso omiso. Cuando no me quedaba nada por hacer, volví por donde había venido.
En mi mente ya flotaba la idea de colgar la toalla y me disponía a cruzar el puente de vuelta hacia la selva cuando algo maravilloso ocurrió. De entre unos arbustos apareció un macaco que cruzó la arena y se puso a caminar por la orilla. Al ver que le prestaba bastante atención, el mono decidió subirse al puente, momento en el que empecé a temer por mi vida.
De lejos, un mono salvaje es bastante gracioso. Pero no te voy a engañar, conforme se acerca hacia ti y sabes que estás solo en la playa, por tu cabeza empiezan a pasar todo tipo de pensamientos.
Por un momento creí que el mono agarraría una piedra y golpearía mi cabeza sin piedad hasta que le diese algo de alimento, cosa que por desgracia no poseía. La imagen de mi cuerpo ensangrentado sobre el puente no se me antojaba como un buen final para mi viaje.
Entre estos sentimientos de miedo e ilusión, el simio pasó a mi lado con aire chulesco, me miró a la cara y siguió caminando hasta llegar a un árbol, donde empezó a comer unas pequeñas bayas que crecían en las ramas de éste.
Excitado y aliviado tras la experiencia simiesca, me adentré de nuevo en la jungla para volver a Bayan Lepas, donde dormiría antes de tomar rumbo a Kuala Kangsar al día siguiente.
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Hola Javier!
Hay que miedo con el monito. De verdad no se sabe como van a reaccionar pues, como dices, siendo salvajes.
Encontrar una playa solitaria, hay que rico! Bueno hasta que llegaron los indonesios jejeje.
Cuídate mucho he! Que queremos seguirte leyendo.
Saludos desde México.
Hola Karykaos, gracias por escribir.
La verdad es que con los animales salvajes nunca se sabe. Me dijeron que estos monos suelen robar cosas a los turistas si las llevan sueltas o en bolsas de plástico. Así que me anduve con cuidado.
Un abrazo desde China.